"El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrastra, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy ese tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy ese fuego"

~ Jorge Luis Borges

de la autoconsciencia al relato de sí





por Carlos Rojas Osorio


Estas memorias o recuerdos son intermitentes y a ratos olvidadizos porque así precisamente es la vida […] Muchos de mis recuerdos se han desdibujado al evocarlos, han devenido en polvo como un cristal irremediablemente herido. 
Pablo Neruda

El teorema posmoderno acerca de la “muerte del sujeto” ha producido, paradójicamente, un sinnúmero de escritos sobre el yo y el sí mismo. La literatura sobre esta temática es desconcertantemente amplia y no es mi propósito hacer una revisión siquiera parcial de la misma. Mi interés es más limitado y no es otro que llegar a una toma de posición sobre dicha problemática por lo menos en sus aspectos medulares. El punto de partida que habrá de servirme de guía es que es necesario evitar la absolutización del sujeto, hacer del yo un competidor de un sujeto divino, pero al mismo tiempo es preciso evitar la pérdida de identidad que supone la negación del yo o del sí mismo. 

La problemática del yo implica aspectos muy diferentes, pues hay asuntos epistemológicos implicados, psicológicos, sociológicos y también éticos. Incluso hay quien plantea la cuestión del yo como un asunto metafísico. Mi interés en este ensayo es fundamentalmente antropológico, epistemológico y ético. El tema del ‘yo’ no es moderno, pues los antiguos hablaron de una ética del cuidado de sí, o como las denomina Foucault, de unas tecnologías del yo. Lo que sí es moderno es hacer del yo, del sujeto, el fundamento y primer principio del conocimiento humano (Descartes) o fundamento metafísico (Fichte). Y es lo primero que vamos a considerar, porque la rebelión posmoderna con mucha frecuencia va dirigida contra el sujeto cartesiano. Charles Taylor, en su omnicomprensiva obra sobre el yo, hace la siguiente diferencia entre los antiguos y los modernos con respecto al yo. “Esto es lo que distingue a los pensadores clásicos de los seguidores de Descartes, Locke, Kant, o casi todo el mundo moderno. El giro hacia uno mismo es ahora ineludiblemente un vuelco hacia uno mismo en la perspectiva de la primera persona, un giro del yo como yo. A eso me refiero cuando hablo de la reflexividad radical. Porque estamos tan incrustados en ella, no podemos hacer otra cosa que no sea intentar lograr un lenguaje reflexivo”. (Taylor 1996: 192) 

El yo en la filosofía de la conciencia. Después de practicar por un tiempo la duda metódica, Descartes llega a una primera verdad. “Ego cogito, ergo sum” (Pienso, luego existo). Él considera que se trata de una verdad evidente. Una verdad evidente porque ha resistido la duda. Después de mucho dudar puedo decir: si dudo es que pienso, y si pienso es que existo. Agustín, obispo de Hipona, había llegado a la misma conclusión, pero sin hacer del “yo” el principio fundamental del conocimiento humano. Contra los escépticos afirma la posibilidad de conocer algo cierto. La duda se refuta a sí misma, llega hasta un límite en el que ha de detenerse a fin de no caer en contradicción. “Aunque se dude, se tiene conciencia de que se duda. Así pues, aunque se dude de todo, de todo no cabe dudar. La duda es prueba de la verdad; cuando dudo es que soy, pues la misma duda sólo cabe si soy”. (Sobre la Trinidad, X, 10) La certeza de mí mismo es el límite al cual puedo llegar después de pretender aplicar la duda a todo. “La duda sólo cabe si soy”, dice el obispo africano. Debemos notar que en la traducción castellana de la frase de Descartes no aparece explícitamente el “yo”, sino que queda implícito. En cambio, en las dos lenguas en que escribió Descartes si aparece en forma expresa: Ego cogito, ergo sum. O “Je pens, alors je suis”. (Discurso 1997: 33) Ahora bien, el ego, el yo, explícitamente formulado es esencial en el enunciado cartesiano. En efecto, la existencia de la cual está hablando no es la de cualquier cosa, sino mi propia existencia. El pensamiento de que está hablando no es “el pensamiento” en abstracto, sino mi pensamiento. Yo sé que existo porque pienso. La evidencia radica en que no podríamos decir sin contradicción que “pienso, y no existo”. Con este enunciado, “pienso, luego existo”, Descartes da inicio a la filosofía moderna. Por esa línea de pensamiento lo van a seguir muchos filósofos. Pero no todos, como veremos. A grandes rasgos puede decirse que la filosofía moderna es filosofía del sujeto. Pero hay excepciones. Hume cuestiona radicalmente la idea del yo. Poco antes de Descartes, Miguel de Montaigne hace un autoanálisis que no muestra las certidumbres yoicas del cartesianismo. 

Pero no avancemos demasiado de prisa. Uno podría aceptar el teorema cartesiano, a fin de cuentas Agustín llega a la misma conclusión, pero, como se dijo, sin hacer de esa afirmación el primer principio de la filosofía. Para Agustín era importante refutar a los escépticos que abundaban en la Antigüedad y que él bien conocía. Decir que ‘la duda solo existe si soy’ es mostrar que ahí hay una verdad. Y por ello concluye el obispo africano: “La misma duda es prueba de la verdad”. En realidad el panorama de Descartes se complica cuando hace del yo una sustancia. En efecto, la segunda verdad dice: “Yo era una substancia cuya total esencia o naturaleza es pensar”. (Discurso, 1997: 33) O “Yo soy una sustancia pensante”. Convertir al yo, al sujeto pensante, en la substancia espiritual ha sido objeto de severa crítica. Y ello por dos razones. Primero, porque el paso de la primera verdad, “yo, pienso” a la segunda, “yo soy una sustancia pensante” no se sigue lógicamente. No hay un paso estrictamente lógico desde el mero hecho de expresar que “pienso” a una teoría esencial de afirmar que la sustancia de mi ser es el pensamiento. La segunda objeción se refiere a la definición de sustancia que da Descartes. En efecto, la substancia es “aquello que no necesita de otro para existir”. En verdad esta definición de sustancia aplicaría solo a Dios. Pues solo Dios sería aquel ser que “no necesita de otro para existir”. Aplicar dicha definición al yo o al mundo solo podría hacerse por mera analogía. La evolución posterior de la filosofía moderna muestra la resistencia a la tesis de Descartes. Spinoza, desde el lado racionalista, va a pensar la sustancia como una sola que él llamó Naturaleza o Dios (Deus sive Natura). Y David Hume, desde el lado empirista, va a deconstruir el concepto de sustancia, incluyendo la sustancia espiritual que Descartes llamó “yo”. El yo mismo sería un haz de percepciones. Escribe Hume: “Nunca puedo atraparme a mí mismo, cuando lo intento solo consigo tal o cual impresión de calor o de frío, de placer o de dolor, de color o de sonido”. (Tratado 1977: 400) No puedo atrapar un yo puro libre de alguna percepción interna o externa. 

Así, pues, la sustancialización del yo es bastante problemática. Y a ello cabe agregar otro problema. Descartes presenta la mente como solo pensamiento y el cuerpo como mera máquina; dos sustancias que coexisten en el mismo ser, el ser humano. Lo que Descartes no resuelve, su aporía, es cómo se relacionan entre sí dos sustancias tan esencialmente diferentes: la materia extensa y la mente espiritual definida como solo pensamiento. Descartes elabora una hipótesis ad hoc para resolver el conflicto. En el cerebro habría la glándula pineal en la cual se relacionaría el cuerpo y la mente. Con lo cual lo que hace es desplazar el problema, no resolverlo. Pues él no explica como en la glándula pineal se relacionan mente y cuerpo. 

Una tesis que algunos señalan como un logro de la filosofía de la mente de Descartes es que permite pensar la mente en forma autónoma, sin reducirla al cerebro como hace la tesis del materialismo mecanicista. El cuerpo es material y solo puede pensarse como extensión y movimiento. La mente es espiritual y solo puede pensarse como pensamiento. Sin embargo, aquí queda planteado otro problema y es si la mente puede reducirse solo a “pensamiento” como sostiene Descartes. A este respecto es importante recordar cómo piensa Descartes las pasiones. Él define las pasiones como “pensamientos confusos”. Sobre esta tesis será también Spinoza quien va a reaccionar vigorosamente y a elaborar una sofisticada teoría de las pasiones. (Para una amplia y detenida discusión sobre estas dos concepciones de las pasiones puede verse el importante libro del psicólogo ruso Lev Vigotski, quien le da la razón a Spinoza. Éste no reduce la mente al cuerpo, ni el cuerpo a la mente). 

Para Descartes el “yo” es un principio, el principio epistemológico. Sin embargo, desde el punto de vista metafísico hay para él un principio superior que es Dios. Mientras que yo, que dudo, soy imperfecto, Dios es el ser cuya esencia es la perfección. Yo descubro primero mi ser como pensamiento, y luego la idea de Dios en mí. Pero este es el orden de mi descubrimiento, no el orden ontológico o metafísico. En el orden metafísico Dios es primero. Hay, pues, para Descartes, una limitación al poder del yo, y es Dios mismo quien es superior. En cambio, en sus Meditaciones cartesianas, Edmundo Husserl, considera que el yo, el sujeto, es un fundamento sin fundamento. Para mí, el yo que medita, el yo que encontrándose y permaneciendo en la epojé se pone a sí mismo exclusivamente como fundamento de todo valor de todos los fundamentos y valores objetivos, no hay, pues, ni yo psicológico, ni fenómenos psíquicos en el sentido de la psicología, esto es, como partes integrantes de seres psicofísicos humanos. (Husserl 1986: 68) Husserl piensa que es necesario partir de Descartes pero radicalizándolo para extraer todas las consecuencias que se siguen del punto de partida egológico. De hecho, Husserl habla de una egología pura. A mi modo de ver fueron Fichte y Husserl quienes llevaron el encumbramiento del yo a su más alta expresión. A la psicología de Descartes se van a oponer además de Hume y Spinoza, Nietzsche y Freud. Y a la egología husserliana se van a oponer Heidegger y el estructuralismo. 

Anotemos al menos unas pocas palabras de Fichte. “En la medida en que el yo no es sino para sí mismo, un ser que le es exterior se produce necesariamente para él. El fundamento de este ser se encuentra en el yo, el ser está condicionado por el yo; conciencia de sí y conciencia de algo que no debe ser nosotros están estrechamente ligados, pero hay que mirar la primera como lo condicionante y la segunda como lo condicionado”. (Fichte 1934: 69) El yo es, pues, el fundamento de todo otro ser. Lo que es solo es en la medida en que es para un yo. El yo es el fundamento condicionante; el ser, lo real, es lo condicionado. El Yo es un absoluto. En un acto de plena y absoluta libertad el yo se pone a sí mismo. El yo es perfecta identidad consigo mismo. Desde luego, Fichte no hace sino sacar las consecuencias últimas del punto de partida egológico de Descartes. Goethe se burla de Fichte con ocasión de una pequeña arremetida de los estudiantes contra la casa del filósofo. Escribe Goethe: “Pusieron al yo absoluto en un gran aprieto y, por supuesto, es muy descortés que el no yo, que en definitiva ha sido puesto, vuele a través de las ventanas”. (Citado en Safranski 2011: 144)

Jacques Lacan nos recuerda la afirmación de Hegel según la cual el yo solo puede reconocerse como tal frente al otro. Y el propio Lacan explora el tema en su famosa teoría del espejo. Hay que reconocer también que Husserl afirma que el mundo es el correlato no del yo sino de la intersubjetividad. “El ser primero en sí, que precede a toda objetividad mundanal y la soporta, es la intersubjetividad trascendental, el todo de las mónadas, que se a socia a la comunidad de distintas formas”. (1989: 230) El polo opuesto a la filosofía del sujeto de Descartes es Nietzsche y Freud. Para Freud el yo no es solo consciente también es inconsciente. Y el inconsciente es el gran principio del psicoanálisis. “Pero el yo es también, como sabemos, inconsciente”. (Freud 1992: 17) El yo, de acuerdo a Freud, se haya jalonado entre dos fuerzas, las pulsiones inconscientes del ‘ello’ (Eros y Tanathos) y los ideales sociales y morales del super-yo. Las pulsiones se rigen por el principio del placer; el super ego por principios ideales, y el yo se rige por el principio de realidad. La razón, la percepción, la conciencia, la reflexión y el lenguaje forman parte del yo. Asimismo, a diferencia de Descartes, para Freud el yo es corporal. “El yo es, ante todo, un ser corpóreo”. (1992: 20) El yo no tiene energía propia, sino que toda energía proviene del aparato psíquico, de la libido; es la misma energía la que usa el ello y el yo. Aunque el yo parece débil, Freud llegó a postular el siguiente mandamiento “Donde era ello debe llegar a ser yo”. (Wo war Id, wo werden Ich). 

El yo como relato en la filosofía hermenéutica. La concepción que en la actualidad es más corriente es la idea del yo como relato. Esta idea fue inaugurada y desarrollada en la filosofía hermenéutica. Dilthey se esforzó en diferenciar la metodología de las ciencias naturales de la que es propia de las ciencias humanas y especialmente de las ciencias históricas. Las ciencias naturales son ciencias de leyes (nomológicas) y las ciencias humanas son saberes interpretativos. El método propio de la ciencia histórica es la hermenéutica. Ahora bien, en el afán de radicalizar la metodología de las ciencias históricas, Dilthey pensó que era necesario llegar hasta la vida individual y, en consecuencia, hasta la autobiografía. Dilthey no llegó a decir que el yo fuese un relato, pero sí afirmó que la vida humana individual es una trama. Sobre la base de esta idea de la vida humana como una trama se desarrolló luego la idea del yo como relato. El yo es el relato que hago de mí mismo. 

Aristóteles, refiriéndose a la tragedia, estableció que el argumento es la disposición de los hechos en un orden temporal, o sea, una trama. La trama es, pues, una historia. La tragedia expone mediante un lenguaje, un relato, la trama o argumento de la obra. Esta idea aristotélica básica le sirve a Paul Ricoeur para exponer su teoría del yo como relato. Aunque hay muchos autores que han trabajado este tema del yo como relato, vamos a detenernos en la exposición de Paul Ricoeur porque es uno de los autores que mejor y más detalladamente han trabajo dicha teoría. “...El modelo específico de conexión entre acontecimientos constituidos por la construcción de la trama permite integrar en la permanencia en el tiempo lo que parece ser su contrario bajo el régimen de la identidad-mismidad, a saber, la diversidad, la variabilidad, la discontinuidad, la inestabilidad”. (2003: 139) En la identidad narrativa es importante la noción de concordancia-discordante como una nueva síntesis de heterogeneidades. La configuración de la trama hace ver lo que parecería contingente como una secuencia de acontecimientos dotados de necesidad. Si no hubieran sucedido de esa manera simplemente no habrían acaecido. En Las Confesiones Rousseau presenta los acaeceres de su vida como un destino o como un devenir casi natural. La estructura narrativa une dos polos: el de la acción y el del personaje. 

La identidad narrativa lo que muestra es que la identidad del yo es dinámica, es una historia. Se trata de una historia que une identidad y diferencia. Ricoeur denomina ‘personaje’ al sujeto de la acción en la trama del relato. En la construcción de la trama es “donde el personaje conserva, a lo largo de toda historia, una identidad correlativa a la de la historia misma”. (142) El personaje no es un sujeto pasivo de acontecimientos que le acaecen, sino que tiene el “poder de comenzar una serie de acontecimientos”. (146) Poder iniciar por sí mismo una cadena de acontecimientos es la forma como Kant conceptualiza la libertad. La libertad no rechaza la causalidad, sino que el yo tiene el poder de iniciar series causales de su propia iniciativa. “La persona, entendida como personaje de relato, no es una identidad distinta de sus experiencias. Muy al contrario: comparte el régimen de la identidad dinámica propia de la historia narrada. El relato construye la identidad del personaje, que podemos llamar su identidad narrativa, al construir la de la historia narrada. Es la identidad de una historia la que hace la identidad del personaje”. (147) 

Algunas formas narrativas contemporáneas relatan no la identidad de un personaje sino su falta de identidad. Ahora bien, agrega Ricoeur, cuando se pierde la identidad del personaje se pierde también las cualidades narrativas. “A la pérdida de identidad del personaje corresponde así la pérdida de configuración del relato”. (149) Ejemplo de ello es la famosa novela de Robert Musil, El hombre sin atributos, “la descomposición de la forma narrativa, paralela a la pérdida de identidad del personaje, hace superar los límites del relato y lleva la obra literaria no lejos del ensayo”. (149) Asimismo, algunas autobiografías contemporáneas, como la de Leiris, se aproximan al ensayo. 

Ricoeur, siguiendo una amplia corriente contemporánea, nos recuerda que el cuerpo es mi cuerpo; que el cuerpo es parte del sí mismo. Esta posición es la contraria de Descartes, según vimos, la mente y el yo, como contrarios al cuerpo, éste entendido como simple máquina. Mi cuerpo no es algo ajeno a mí mismo. Nunca puedo tratar mi cuerpo como un puro “objeto” como si se tratase de algo externo a mí. Ricoeur concluye algo que es importante para lo que veremos en Las Confesiones de Rousseau; se trata de la idea según la cual “la unidad narrativa de la vida, debe verse en ella también un conjunto inestable de fabulación y de experiencia viva”. (164) Si el yo entendido como memoria, como en Agustín o John Locke, no deja de tener dificultades puesto que la memoria es infiel o como dice Agustín, es un pozo sin fondo, así también la identidad narrativa tiene su debilidad porque el relato no está exento de ficción. Locke avanza más allá de Descartes pues se niega a concebir el yo como una substancia. El yo no es substancia sino conciencia de sí y memoria. “De manera que todo lo que tenga la conciencia de acciones presentes y pasadas es la misma persona a la que pertenecen ambas”. (Locke Essay 2.27.10; en Taylor 1996: 188) ¿Qué pasa cuando hemos perdido la memoria como en los casos de amnesia? Un paciente amnésico mira una fotografía suya, y se limita a decir: “!Este tipo se me parece mucho, es verdad, pero no soy yo!”. (Costanza Papagmo 2008: 134) Sin duda, como explica la autora hay varios sistemas de memoria en nuestro cerebro. Puede afectarse una sin que se afecte otra. Pero, al parecer, sea una u otra no deja de afectar el sentimiento de nuestra propia identidad. 

Jean Pierre Vernant no solo distingue entre individuo, sujeto y yo, sino que también asigna a cada uno de estos conceptos un género literario diferente. Al individuo corresponde el género épico; al sujeto la autobiografía o las memorias, y al yo las ‘confesiones’. El individuo se define por su papel en el grupo y el valor que se le reconoce. Así, por ejemplo, el valor heroico de Aquiles para los aqueos. El sujeto se define como el individuo en cuanto enuncia en nombre propio los rasgos que lo singularizan. “El yo, la persona; conjunto de prácticas y aptitudes psicológicas que dan al sujeto una dimensión de interioridad y unicidad, que lo constituyen dentro de sí como un ser real, original, único, individuo singular cuya naturaleza auténtica reside enteramente en el secreto de su vida interior, en el centro de una intimidad a la que nadie fuera de él puede tener acceso pues se define como conciencia de sí mismo”. (Vernant 1990: 30) De acuerdo a este gran estudioso del pensamiento helénico, en la antigua Grecia tenemos la épica del individuo heroico, y las prácticas literarias en las que el sujeto se constituye como en la poesía lírica. En cambio, las confesiones como expresión íntima del yo solo la encontramos a partir de Agustín de Hipona.

Recordemos, pues, dos autores de confesiones en las cuales se verifica esta idea de la identidad narrativa. Es interesante que san Agustín, en sus Confesiones, quizá para mejor articular su relato autobiográfico, desarrolló tanto una teoría del tiempo como una teoría de la memoria. Como escribe Ann Hartle: “Tanto para Agustín como para Rousseau la temporalidad es un problema para quien pregunta ¿‘quién soy’?”. (Hartle 1989: 107) En su análisis psicológico, Agustín concluye que el tiempo es fundamentalmente mental. El pasado como tal ya no existe. Tampoco existe el futuro. El futuro es lo que aún no es. El pasado es lo que ya no es. De modo que solo es el presente. Y es desde al ahora presente que solo podemos referirnos tanto al pasado como al futuro. En efecto, desde el presente recordamos lo que nos ha sucedido en nuestro propio pasado. Y desde el ahora presente podemos imaginarnos el futuro. El tiempo no se limita a un punto inextenso, sino que el tiempo es intuición presente del presente, memoria presente del pasado, e imaginación presente del futuro. Desde el presente en que me encuentro relato mi vida pasada pero pensando también que por delante, en mi propio futuro, tengo la posibilidad real de la muerte. El temor presente a la muerte me incita ahora a relatar mi vida pasada. Varios autores han reparado en la idea según la cual es el temor a la muerte lo que incita a la escritura de sí y, en especial a las confesiones. “Rousseau, por supuesto, no tiene acceso a los detalles de su muerte, pero su muerte, en cierto modo, está presente desde la primera página de la obra”. (Hartle: 1989: 66) Esta idea de la autobiografía como testamento, como trabajo del luto, ha sido elaborada amplia y profundamente por Maurizio Ferraris. (cfr. 2001)

Si el yo es un relato que yo hago de mí mismo, podemos plantear el siguiente problema. En las autobiografías (y demás formas de escritura de sí) el yo relatado dice la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad o, por el contrario, el relato de sí mismo es también, en gradientes diferentes, un relato de ficción. Hartle lo afirma claramente en el caso de las Confesiones de Rousseau. “Las Confesiones son esencialmente una ficción”. (Hartle 1989: 58) La autora aporta un sinnúmero de expresiones del propio Rousseau en toda su ambigüedad. Rousseau nos dice que va a decir la verdad como ningún ser humano lo ha hecho hasta ahora y como quizá nadie lo hará en el futuro. “El objeto propio de mis confesiones es dar a conocer exactamente mi interior en todas las situaciones de mi vida. Es la historia de mi alma lo que he prometido, y para escribirla fielmente no necesito otras memorias: me basta, como he hecho hasta ahora, entrar dentro de mí mismo”. (Rousseau VII, 278; en Hartle) Ahora bien, el propio Rousseau refiriéndose a esta obra suya nos dice que si una mentira no afecta a nadie ni se pone demasiado en provecho de uno mismo no es mentira sino ficción. El objetivo de las Confesiones es justificarse, hacer una apología de sí mismo. Nuevamente comenta Rousseau: “...la profesión de veracidad que hice tiene su fundamento más en los sentimientos de la rectitud y equidad que en la realidad de las cosas...A menudo he proferido hartas fábulas, pero rara vez he mentido”. (Ebauches des Confessions, p. 1151; en Hartle) Fórmulas todas paradójicas, no dice la realidad de las cosas, aunque ha prometido ser veraz; no ha mentido, aunque presenta muchas fábulas. Como comenta Hartle, Rousseau no nos dice qué parte de las Confesiones son fábulas. La autora observa también que Rousseau defiende al hombre público que fue él, y nos quedamos en cierta incertidumbre con respecto al hombre privado. “Las Confesiones son el sacrificio de sí mismo porque son esencialmente una ficción. El Rousseau ‘personal’, privado, se sacrifica al Rousseau ficticio, público, y, como lo han puesto de manifiesto los comentadores de las Confesiones, el Rousseau ficticio es tomado fácilmente por el Rousseau privado”. (Hartle, 43) Podríamos, pues, seguir argumentando todo lo que se quiera sobre la ambigua condición de las confesiones del filósofo ginebrino; la cuestión central es sin embargo clara, por muy fiel y veraz que uno trate de ser en el relato de sí mismo no hay manera de evitar cierta incertidumbre de si uno dijo la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Véase el epígrafe con que hemos encabezado este artículo tomado de Pablo Neruda. 

Desde luego, es preciso diferenciar entre el relato de sí que uno hace en una autobiografía que va a ser pública y el relato de sí que uno hace para sí mismo (como en los Diarios de Hostos), o que es uno mismo. Mi impresión es que los teóricos de la idea del yo como relato de sí piensan más en la narración que uno se hace de sí mismo y para sí mismo que en las autobiografías públicas. Pero lo primero no lo conoce más que uno mismo y, por tanto, como forma de investigar la escritura de sí no queda más que aquella que se hace para el público. O llega a hacerse pública. Sea como fuere, siempre queda la duda de si el relato de sí, privado o público, es lo suficientemente veraz para hacer de él el principio de inteligibilidad de la identidad de sí. 

Un relato completo de sí mismo solo podría hacerse cuando toda la vida estuviese concluida. Pero desde la muerte ya no podemos hablar ni escribir. Hartle afirma que Rousseau escribe como si estuviese muerto. Como si dirigiese hacia sí mismo una mirada externa, un ojo divino que me ve y relata. La posición de san Agustín es inversa; se confiesa ante el Otro divino y piensa que solo Dios tiene el conocimiento verdadero del yo agustiniano mientras que su propio conocimiento es fragmentario. 

Sabemos que la conciencia es desdoblamiento, pues es conciencia y autoconciencia. Soy consciente de algo pero también soy consciente de mí mismo. Este desdoblamiento de la conciencia acaece también en el yo e incluso de modo ineludible. Desdoblamiento del yo en la memoria: lo que de mí mismo recuerdo en mi memoria y el acto mediante el cual yo recuerdo. Lo recordado de mí mismo en un acto mnémico es mi yo pasado; pero el yo que recuerda es un yo presente. La dinámica de la temporalidad se despliega en toda su dialéctica interna. El yo se encabalga en el ahora presente, y desde ese ahora presente, que velozmente fluye, represento mi pasado. Ese yo presente en el ahora no queda atrapado nunca en un pasado porque el yo fluye con la misma celeridad del tiempo. Por eso, cuando el tiempo se interrumpe para mí, con la muerte, se interrumpe también mi yo.

El desdoblamiento que caracteriza a la conciencia acaece también en el relato de sí mismo. Se da el yo que relata y el yo relatado. El yo narrativo nunca queda completamente atrapado en el yo narrado. Se trata de la misma dinámica temporal que acabamos de apreciar para la memoria. Lo narrado es pasado, mi pasado, y es relatado por mí en un ahora que fluye con el flujo del tiempo. No hay un yo eterno que desde una mirada sub specie aeternitatis capture todo el relato del yo. El yo se auto-representa como una historia, pero mientras estamos vivos esa historia es siempre inconclusa. La identidad del yo no es un ser parmenídeo como mismidad de lo mismo en lo mismo. La identidad del yo es una historia inacabada. De hecho se suele distinguir entre identidad e ipseidad. La identidad es el ser permanente. La ipseidad (del latín ipse, lo mismo) es dinámica y diferencial. La ipseidad del yo es dinámica y está hecha de diferencias. Soy lo que he sido, lo que soy ahora y también lo que desde el futuro imagino como tarea por realizar. El desdoblamiento del yo como yo que narra y yo relatado muestra que, al igual que el cuerpo que nunca puede ser mero objeto, así también el yo nunca es mero objeto ni de conocimiento ni de relato. Siempre soy más de lo que he narrado en una autobiografía o en unas memorias. El yo que relata como sujeto de enunciación se muestra como un esfuerzo de trascendencia que no agota la inmanencia del yo relatado. A la inversa, el yo nunca es sujeto puro. Y no es sujeto puro porque yo mismo hago de mi pasado, hasta cierto punto, objeto de conocimiento y de relato. El límite del yo sujeto es el yo cuasi-objeto, y el límite del yo cuasi-objeto es el yo sujeto; sujeto que se conoce a sí mismo y hace un relato de sí. 

En una de las tarjetas postales que Nietzsche envió a Burckhardt, 6 de enero de 1889, después del episodio de Turín que en adelante, y hasta el final de su vida, lo recluyó en la locura, afirma “Yo soy todos los nombres de la historia”. Klossowski interpreta que el filósofo solitario ha llegado ahí a la pérdida de la identidad. El eterno retorno que lo recicla todo, tendría esa consecuencia que el propio Nietzsche experimentó en carne propia. Estamos lejos del encumbramiento de Fichte de un yo absoluto. Pero como el ser humano es un ser individual, no un colectivo anónimo, su vida y su psique requiere llegar a un proceso de individuación en el cual cada uno se reconoce como un yo, un ser con su propia identidad. Mi identidad es una historia, la historia de lo que soy y he sido y podré ser. El yo es un sentimiento de la propia identidad, identidad dinámica y hecha de diferencias. No somos un absoluto. Cada persona es un ser en devenir en el cual el yo da unidad a mi individualidad, aunque sea en un complejo entrejuego de fuerzas. 







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